martes, 4 de agosto de 2015

La barba de Tomás

Como hombre la barba es de las pocos atrezzos de nuestra fisonomía que podemos decidir si tener o no, y eso mola. La barba permite al pánfilo tener el punto revolucionario que ansia, al banal la mística, al mancebo más edad y al feo… bueno da igual.

El bello facial es un elemento con muchas historias y múltiples significados: luto en algunas comunidades judías, boda por los amish, y play-off para los jugadores de hockey. Y es más, barba es probablemente lo único que tienen en común Conchita Wurtz, Charles Darwin, Rasputin y Fidel Castro.

En este momento histórico en que la barba renace y vuelve a estar de moda, permite la vuelta de tan noble negocio como la barbería. Es de menester contar esta bonita historia de enaltecimiento de la barba, de una barba inocente. 

Año 1535, verano londinense, ambiente gris. El verdugo ultima los últimos detalles y mientras tanto un enclenque barbudo sube al cadalso para recibir ejemplar sentencia. Se le acusa y condena por negarse a reconocer a Enrique VIII como jefe de la Iglesia Británica, vamos “traición a la patria” de toda la vida. Denigrado y demacrado el que fuera uno de los grandes filósofos y primer ministro del Reino Unido acomoda la cabeza, separa la barba del recorrido habitual y natural del hacha y dice con retintín “This haht doesn’t offended the king” (Esta barba no ha ofendido al rey) salvando su barba de tal brutal ejecución. 
 
Algunos dirán que Tomás Moro, el ejecutado, será recordado como santo. Otros como filósofo y otros poquitos por su obra maestra Utopía. No obstante, hay un grupo formado entre otros por barberos, hipsters y el policía de YMCA que recordará a Tomás -sí, nosotros le llamamos Tomás- como el primer representante de la barba.

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