Traje verde Irlanda de sastre y camiseta
negra de quinqui y “Ahora que..” de fondo, que suena como si fuera la
primera vez. Esta es la entrada de Sabina en Fontajau y lo que yo necesitaba oír un miércoles vigilia de Jueves Santo.
El público de Sabina es
tan singular como el propio ubetense. Poetas frustrados,
revolucionarios de sofá, contables soñadores, canallas en potencia,
mucha estética y poca ética. Y él, Sabina entra, saluda cual marqués, seguida de broma soez acompañada de mueca de niño triste que ha hecho una travesura. Sabina es risa de chiquillo con arrugas de golfo y les da lo que quieren.
¿Y qué quieren? No creo que esta gente
vaya a escuchar una voz forjada en el submundo, ni el verso melódico y
ordinario. La orquestización buena, muy bu
ena, pero creo que tampoco van
a esto. Sabina tiene duende, un duende herrado con una sinceridad casi violenta. Desde esta sinceridad agresiva Sabina
muestra en concierto lo que es él como ser humano. El putero, onanista,
yonqui retirado, el Bukowski soft, cantante mediocre va desgranando sus
flaquezas y pequeñas victorias en canciones que mezclan la desfachatez,
la melancolía y la pillería con maestría. Con su historia, pocos
acordes y con el arte de la palabra, destroza grandes historias de amor,
carga contra el idealismo mostrando que no solo en la belleza, sino
también en la flaqueza y la imperfección es donde está la magia de lo
humanos. Y le dice a la audiencia que cruza las piernas que la vida, su
vida como la vida de muchos, sigue como siguen las cosas que no tienen
mucho sentido.
Justifica y se enorgullece de una vida
de descontrol, que reivindica pero no justifica. Provocador, pero sin
fuerza dice “He pecado, no me arrepiento” no sonríe y deja caer los
ojos. La vanagloria de la banalidad y fallida rebeldía no es exclusiva
de Sabina, pero en español es el que la reivindica de forma más auténtica.
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