Mi
recuerdo más lejano de Ginebra proviene de salir de un tren rozando media noche
en mi Girona natal y ver en las pantallas la indicación de un tren nocturno en
dirección a la ciudad de Calvino. Sabia que la ciudad estaba en Suiza y me
evocaba cierta idea de cosmopolitismo centroeuropeo y una dimensiones que luego
descubrí que no le eran propias.

El batiburrillo
de los dardos volterianos, cierto desprecio por la Suiza tudesca, la presencia
de una ciudadanía foránea y el calvinismo cultural latente no han conseguido
caer a Ginebra en la indigencia identitaria. Y es que el mix de cenas y
recepciones glamorosos en Beau Rivage, asesinatos revolucionarios a emperatrices
y la disimulada y moderada desfachatez yupi ginebrina han completado un carácter
sobretodo tranquilo. Un carácter entre lo frío y lo familiar, ni muy alemán, ni
muy francés, ni tan siquiera suizo, sino genuinamente ginebrino. El alma de
Ginebra fría es hija del carácter Calvinista que aún perdura y que evita toda
inútil coquetería exterior obligando a la ciudad a una belleza simple y de
líneas rectas y a una alma hogareña y pomposa limitada a la vida de hogar y a
la cortina corrida.
Y a
pesar que mi Ginebra es – por ahora- anglófona, de autobús transfronterizo, de
cenas en bares asturianos, de cervezas en garitos de masas puedo afirmar que
existe una identidad ginebrina, tan difícil de abordar como la londinense y más
diluida que nuevayorkina, pero ciertamente única.
-->Our house - Crosby, Stills, Nash & Young
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